La lógica de los niños, a veces, resulta desternillante. Lo contaba sir Ken Robinson hace algún tiempo ante un auditorio ávido de nuevas ideas. “La pequeña tenía seis años. Apenas atendía en clase y la maestra no estaba muy contenta con ella. Aquel día dibujaba silenciosa en un rincón. La profesora se acercó a la niña y le preguntó:
- ¿qué haces?
- Dibujo a Dios.
- ¿A Dios? Pero nadie sabe cómo es Dios…
La colegiala levantó los ojos y sin pestañear respondió: lo sabrán dentro de cinco minutos.
Robinson es uno de esos educadores que piensa que la escuela canónica lleva décadas ahogando aquellos brillos de genialidad que los seres humanos mostramos en los primeros años de la infancia, los destellos de creatividad con los que nacemos, “esa inteligencia que, con una motivación adecuada y un método eficaz, permite a todos los seres humanos aprender y resolver cualquier tipo de problema”, en palabras de Fernando Alberca, pedagogo y autor de Todos los niños pueden ser Einstein. “No hay que olvidar que para pedir perdón se necesitan más habilidades que para estudiar un examen de matemáticas”, insiste.
- En un cesto hay ocho caracoles, salen tres ¿cuántos caracoles hay?, pregunta el padre a su hija pequeña.
- Ocho, responde la niña muy segura.
- Tonta, piénsalo…
Los adultos activan el hemisferio izquierdo para resolver un problema: ocho menos tres, cinco. Así de fácil. Pero, a veces, los niños responden con la imaginación: los caracoles dormían en la cesta, tres se han desperezado y han asomado la cabeza fuera del caparazón. “La creatividad no debe confundirse con desorden o falta de disciplina; simplemente, es una forma de pensar que no desdeña el hemisferio derecho, porque la cabeza es una”, dice Alberca, haciéndose eco de las investigaciones de Roger Sperry, premio Nobel de Medicina en 1981.
“En los ámbitos pedagógicos se habla constantemente de creatividad, pero ésta brilla por su ausencia en la escuela. Los sistemas educativos padecen los mismos males que la sociedad: sobrecarga de contenidos e hiperespecialización. En definitiva, superficialidad. Los chicos se pasan la vida analizando oraciones, pero no saben redactar un texto, y no me refiero a las faltas de ortografía, sino a esa capacidad que da la cultura para analizar la realidad. Tanto esfuerzo, a veces para nada. Primero, porque olvidan la mitad de lo que aprenden, como no podía ser de otra manera, y segundo, porque muchos se quedan anclados en la banalidad”, explica Blanca Ribote, profesora de Historia y Ética en el colegio Santo Domingo Savio, de Madrid.
Un hijo es algo más que sus notas
Por eso, Fernando Alberca propone el ‘método Einstein’ para estimular la inteligencia infantil: motivación adecuada + método eficaz. O lo que es lo mismo, un cóctel que mezcle un vaso largo de autoestima, grandes dosis de esfuerzo, unas gotitas de anhelo y muy poca, o nada, sobreprotección. Y una forma de aprender, mejor dicho, una forma de enseñar, que no olvide las ventajas de activar los dos hemisferios cerebrales.
Pero ¿qué ocurre cuándo delante de nosotros no tenemos a un Einstein en miniatura? “Muchas veces se equipara a los hijos con un boletín de notas. Es lo que los pedagogos llamamos el reduccionismo académico. Y un hijo es mucho más que su éxito o su fracaso en la escuela”, señala Pilar Guembe, psicopedagoga, profesora de Bachillerato en el colegio Les Heures, de Lérida, y coautora, entre otros, del libro No se lo digas a mis padres.
La coreógrafa Gillian Lynne (Bromley, 1926) es uno de esos casos célebres de fracaso escolar. Ken Robinson suele utilizar su biografía como revulsivo contra “una escuela empeñada en fabricar profesores universitarios en serie”. A los ocho años, Gillian arrastraba un historial de malas notas, déficit de atención y desmotivación académica. Aún no se había ‘descubierto’ el TDH (Trastorno de Déficit de Atención por Hiperactividad), pero ya entonces la escuela invitó a los padres a consultar con un especialista. El terapeuta recibió a la familia y tras escuchar atentamente las quejas de la madre, le dijo a la pequeña que deseaba hablar con los mayores a solas: ¿te importaría que saliésemos unos minutos? Para hacer más ligera la espera, el médico encendió la radio. Al regresar se encontraron a la niña bailando.
“El éxito es una mezcla sabia de poder, saber y querer, dice Guembe, y ya sabemos lo que ocurre cuando se puede y no se quiere: estudiar es un proyecto a largo plazo y muchos adolescentes no están dispuestos a esforzarse y esperar lo suficiente”, explica esta pedagoga. ¿Y si gana la partida el ‘no puede’?. ¿Un cociente intelectual mediocre y unas cualidades artísticas nulas? “Siempre se puede si tocamos la tecla adecuada. Cuanta más inteligencia insuflamos en el niño, más inteligencia recogemos”, asegura Fernando Alberca. “Tal vez, en otro ambiente, en grupos más reducidos, dándoles el tiempo que su madurez o sus capacidades demandan, pero la escuela es la que es y tiene sus limitaciones: muchos niños con inteligencias muy ajustadas se ven abocados a pasar sin pena ni gloria por ella”, dice Elena Fernández, profesora de Primaria en el colegio concertado Jesús-María, de Madrid.
La sociedad no necesita que todos seamos Einstein
El resultado, frustración y ansiedad. Que sufren a partes iguales progenitores y colegiales. “A muchos padres les cuesta aceptar que sus hijos no serán nunca unos estudiantes brillantes y cargan sobre ellos, o sobre sus maestros, la decepción que esa realidad les provoca”, explica esta maestra de Primaria. “Muchos chicos sufren presiones a nivel académico, pero ni todos somos Einstein, ni la sociedad los necesita. La inteligencia es multifactorial y uno puede crecer y contribuir al bienestar de la comunidad de muchas maneras. Cada niño debe traspasar aquella puerta que le lleve a su desarrollo personal”, insiste Guembe.
El doctor Francisco Kovacs, autor, entre otros, del manual Hijos Mejores. Guía para una educación inteligente pone el acento en la identidad. “La clave está en no compararse con nadie, competir sólo con uno mismo”, propone. Niño precoz y médico desde los 19 años, Kovacs es un firme defensor de lo que los pedagogos llaman, despectivamente, sobrestimulación. “Uno de los objetivos básicos de la educación es el desarrollo de las capacidades del niño al 100% ¿Para lograrlo es necesario un esfuerzo del 110%? Bienvenido sea. ¿Que han de tocarse varios palos para destapar las habilidades que nos son propias? Hágase. Pero, después, hay que dejar que sea el joven, que un día será adulto, quien elija. Sin exigencias. Los padres severos, que presionan a sus hijos en una u otra dirección, se delatan: en realidad, sólo intenta alimentar su ego”.
“Yo he llegado a escuchar a una niña de diez años, hija de un profesor universitario de Málaga, preguntarle a su padre: “Papá, tú crees que esto me servirá para el curriculum”. Si uno desea ver fracasar a sus hijos, sólo tiene que planificarles la vida. Volcar en ellos sus carencias y frustraciones. Estos programas se llevarán por delante sueños, autoestima, libertad… El descalabro está garantizado”, vaticina el pedagogo Miguel Ángel Santos Guerra.
El confidencial